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DISCURSO DE SU SANTIDAD PABLO VI
AL COMITÉ ESPECIAL DE LAS NACIONES UNIDAS
PARA EL APARTHEID
*

Miércoles 22 mayo de 1974

 

Queridos amigos:

Hemos accedido de buen grado a la petición de audiencia que nos ha sido presentada por el Comité de las Naciones Unidas para el Apartheid. Nos alegra tener esta oportunidad de reafirmar la postura de la Iglesia acerca de los grandes y cruciales temas de la dignidad humana y de la igualdad fundamental de todos los hombres, y, en particular, acerca del problema de la discriminación. Esta postura refleja la concepción cristiana del hombre, creado a imagen de Dios y redimido por Jesucristo. El fue quien nos dejó un patrimonio, a la vez que un reto, cuando dijo: "Todos vosotros sois hermanos" (Mt 23, 8).

Nuestros predecesores en la Sede de Pedro, los Vicarios de Cristo, a lo largo de los años, han expuesto repetidamente esta doctrina en defensa del hombre. Fue Pablo III quien promovió la dignidad de los pueblos nativos de América: su libertad, su derecho a la propiedad (Pastorale officium, 29 de mayo de 1537: DS 1495; cf. también Gregorio XVI, In Supremo apostolatus fastigio, 3 de diciembre de 1839: DS 2745). En los tiempos modernos, nuestros grandes predecesores Pío XII y Juan XXIII han reafirmado insistentemente el inestimable patrimonio evangélico (cf. Radiomensaje, 24 de diciembre de 1942: AAS 35, 1945, p. 19; Pacem in terris, 11 de abril de 1963: AAS 55, 1963, pp. 259-260).

Así, pues, sin ninguna vacilación, proclamamos una vez más la dignidad de la persona humana y la fraternidad de todos los hombres. Una verdadera fraternidad tiene en cuenta el origen, la naturaleza y el destino comunes a todos los miembros de la familia humana, y la igualdad de sus derechos fundamentales. Creemos que hoy es tan actual como hace siete años afirmar: "Esta igualdad exige un reconocimiento cada vez más explícito en la sociedad civil de los derechos esenciales de todo ser humano... En consecuencia, las aspiraciones de todos los hombres que desean usar de los derechos que se desprenden de su dignidad como personas humanas, son plenamente legitimas" (Mensaje a África: AAS 59, 1967, p. 1082).

Y sin embargo, al mismo tiempo que notamos con agrado que existe realmente una creciente conciencia de la elevada dignidad de la persona humana y que la civilización camina hacia el reconocimiento de la igualdad y de las libertades exigidas en virtud de esta dignidad e igualdad humanas, debemos admitir que una de las grandes paradojas de nuestro tiempo es, que, de hecho, estas libertades se encuentran demasiado frecuentemente restringidas, violadas y negadas.

Diversas formas de discriminación atentan contra los derechos de los individuos y de las comunidades, y contra la armonía de la sociedad. Antagonismos y rivalidades oscurecen la conciencia y sus consecuencias prácticas de que somos realmente, una familia humana unida bajo la paternidad de Dios. El odio que, existe en el corazón de los hombres, y que se manifiesta en disensiones, pone todavía en peligro la seguridad, la paz y la prosperidad de los pueblos.

Mientras llamamos la atención sobre los peligros que acompañan a los abusos contra la dignidad humana, la igualdad y la libertad, reiteramos la invitación, tantas veces hecha por la Iglesia, a desterrar toda discriminación, de derecho o de hecho, que se base en "su raza, su origen, su color, su cultura, su sexo o su religión" (Octogesima adveniens, 16: AAS 63, 1971, p. 413: Pablo VI: Enseñanzas al Pueblo de Dios. 1971, p. 348).

La discriminación se presenta bajo muchas formas. Se da cuando a individuos o poblaciones enteras no se les concede el derecho a la libertad religiosa, "la libre y normal expresión del más susceptible derecho del espíritu humano..." (Mensaje para el Día de la Paz 1972: AAS 63, 1971, p. 867: Pablo VI: Enseñanzas al Pueblo de Dios. 1971, p. 316). Se da igualmente, por ejemplo, cuando no se respeta la igualdad de la dignidad de la mujer. Se da cuando el trabajador emigrante es despreciado, cuando los pobres se encuentran oprimidos en condiciones de vida inhumanas.

Reconociendo claramente la importancia de cada una de estas categorías, queremos afirmar que "la discriminación racial reviste en este momento un carácter de mayor actualidad por las tensiones que crea tanto en el interior de algunos países como en el plan internacional. Con razón, los hombres consideran injustificable y rechazan como inadmisible la tendencia a mantener o introducir una legislación o prácticas inspiradas sistemáticamente por prejuicios racistas" (Octogesima adveniens, 16: AAS 63, 1971, p. 413: Pablo VI: Enseñanzas al Pueblo de Dios. 1971, p. 348). Ahora no estamos sino repitiendo lo que ya dijimos en tierra africana: «Deploramos por esto que en algunas partes del mundo persistan situaciones sociales basadas en la discriminación racial, a veces queridas y sostenidas por sistemas de pensamiento. Estas situaciones constituyen una afrenta manifiesta e inadmisible a los derechos fundamentales de la persona humana...» (Discurso al Parlamento de Uganda: AAS. 61, 1969, p. 585: Pablo VI: Enseñanzas al Pueblo de Dios. 1969, p. 306).

Las condiciones existentes en el mundo de hoy nos hacen repetir una vez más, con el mismo grado de convicción, lo que ya hemos dicho otras veces: "En el seno de una patria común, todos deben ser iguales ante la ley, tener iguales posibilidades en la vida económica, cultural, cívica o social y beneficiarse de una equitativa distribución de la riqueza nacional" (Octogesima adveniens, 16. AAS 63, 1971, p. 413: Pablo VI: Enseñanzas al Pueblo de Dios. 1971, p. 348). Todos los hombres deben participar en la vida de la nación. El poder, la responsabilidad y la toma de decisiones no pueden ser el monopolio de un grupo, raza o sector del pueblo. El mensaje que ofrecemos a cada grupo, Estado o nación – y que es también un aviso, un consejo, una recomendación para las conciencias cristianas – es lo que hemos aprendido de Aquel a quien representamos: "Todos vosotros sois hermanos".

Al abogar por el reconocimiento de la dignidad de todos los hombres y la protección de sus derechos fundamentales, el mensaje cristiano invita a un desarrollo humano integral, el cual – como hemos dicho insistentemente – es "el nuevo nombre de la paz" (Populorum progressio, 87: AAS 59, 1967, p. 299, y "una indiscutible exigencia de la justicia" (Discurso al Parlamento de Uganda: AAS 61, 1969, p. 582: Pablo VI: Enseñanzas al Pueblo de Dios. 1969, p. 302). La Iglesia es consciente de que el desarrollo de los pueblos implica, además de la igualdad de las razas, "el derecho a aspirar a su legítima autonomía" (AAS 61, 1969, p. 584: Pablo VI: Enseñanzas al Pueblo,de Dios. 1969, p. 304). No es ningún secreto para vosotros lo que pensamos sobre este complejo problema. Lo expresamos cuando dijimos que la libertad significa "la independencia civil, la autodeterminación política, la liberación del dominio de otros poderes ajenos..." (AAS 61, 1969. p. 582: Pablo VI: Enseñanzas al Pueblo de Dios. 1969, p. 302).

Al tratar de alcanzar esta medida plena de la dignidad humana, se debe proceder, en ciertas circunstancias y situaciones históricas, con especial prudencia y sabiduría. La medida de la rapidez con que se procederá tendrá que ser proporcional a la urgencia: debe haber un plan preciso con unos límites de tiempo definidos. Pero la causa es urgente y la hora es tardía. Así como lo dijimos el año pasado, "mientras los derechos de todos los pueblos, y entre ellos el derecho a la autodeterminación y a la independencia, no sean debidamente reconocidos y respetados, no podrá haber paz auténtica y duradera, por más que la preponderancia de las armas pueda, temporalmente, prevalecer sobre la reacción de los opositores. En el ámbito de cada comunidad nacional, mientras quien tiene el poder no respete noblemente los derechos y las legítimas libertades de los ciudadanos, la tranquilidad y el orden – aunque puedan ser mantenidos por la fuerza – no serán más que un simulacro engañador e inseguro, indigno de una sociedad de hombres civilizados" (Discurso al Colegio de cardenales, 21 de diciembre de 1973: AAS 66, 1974, p. 21: Pablo VI: Enseñanzas al Pueblo de Dios. 1973, p. 394). Por lo tanto, desde nuestra posición privilegiada, invitamos seriamente a todos los hombres de buena voluntad a reconocer todo esto y a prestar oídos a las justas aspiraciones de los individuos y de los pueblos.

En cuanto a la solución de estos acuciantes problemas, hay que decir que los únicos medios posibles son los indicados por el mensaje cristiano, que proclama sin reserva la necesidad de dar testimonio, de promover y de realizar la justicia como fraternidad y amor, y la capacidad de inventiva de la inteligencia humana, excluyendo la violencia.

En otra ocasión hicimos notar: "Ante la despreocupación por estos problemas o ante retrasos deplorables, la tentación de acelerar su solución, incluso con medios violentos, puede ser demasiado fuerte. Pero la violencia es una solución ilusoria. Es más, difícilmente se podrá conciliar la violencia con la justicia que reclamamos y defendemos..." (Carta al cardenal Conway, 6 de marzo de 1972: AAS 64, 1972, pp. 312-513: L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 26 de marzo 1972, p. 9).

¡No, repetimos ahora, la violencia no es una solución aceptable! Debe dejar el paso a la razón, a la confianza mutua, a negociaciones sinceras y al amor fraterno.

El tema de nuestra reflexión de hoy tiene muchas ramificaciones, y es imposible hablar de todas ellas.

Es un tema que recuerda la necesidad de poner fin a la lucha y odio de clases a todos los niveles y en todas las formas.

Los derechos de las minorías deben ser protegidos, y así como deben ser los derechos de los pobres, de los minusválidos, de los enfermos incurables y de todos aquellos que viven marginados en la sociedad o que no tienen voz.

Sobre todo, el inapreciable derecho a la vida – el más fundamental de todos los derechos - debe ser reafirmado de nuevo, junto con la condena de esa aberración masiva que consiste en la destrucción de la vida humana inocente, sea cual sea el estado en que se encuentre, por medio de los repugnantes crímenes del aborto o la eutanasia.

Sí, es nuestra misión invitar a todos los hombres a que reconozcan la soberanía de Dios – a quien sea la gloria por los siglos de los siglos (Gál 1, 6) – y a que rechacen todo tipo de discriminación en reconocimiento de la dignidad de todos los hombres.

A todos los hombres de buena voluntad repetimos una y otra vez: "Todos vosotros sois hermanos".


* L'Osservatore Romano, edición en lengua española, n.23, p.9, 10.

 



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